Introducción
El discurso cristiano que presenta un pastor o una pastora ante una congregación tiene un nombre particular: sermón. Su propósito principal es la proclamación de las buenas noticias de parte de Dios a la humanidad; la noticia de que Dios se ha acercado a los seres humanos para salvarlos del mal, del pecado y de la muerte.
Nuestro objetivo en este momento es ayudar al lector a continuar aprendiendo varios términos importantes para el estudio y la práctica de la predicación cristiana. En particular, definiremos y contrastaremos dos términos básicos que aparecen en todos los manuales y libros sobre el arte cristiano de la predicación; son los términos «sermón» y «homilía».
Conceptos
Un sermón es un discurso que expone o proclama el mensaje del evangelio. El sermón no es un documento, sino un hecho que ocurre cuando alguien presenta el mensaje cristiano ante una audiencia en el contexto de la adoración cristiana.
El sermón cristiano se desarrolló en diálogo con la Biblia y con la retórica griega. Por un lado, el Nuevo testamento recoge fragmentos de sermones de la era apostólica. En el libro de los Hechos de los Apóstoles hay varios fragmentos que siguen el mismo patrón: comienzan con un texto del Antiguo Testamento; afirman que dicho texto es una profecía que se ha cumplido en el ministerio de Jesús de Nazaret; presentan a los apóstoles como testigos de tal cumplimiento; y llaman a la audiencia al arrepentimiento y la conversión (véase Hechos 2.14-41; 3.11-26; 71-53; y 13.13-52). Del mismo modo, 1 Pedro y Hebreos parecen ser sermones sobre el salmo 2 y el salmo 110, respectivamente. Siguiendo estos modelos bíblicos, la iglesia cristiana entendió que todo sermón debía presentar el mensaje de, por lo menos, una porción bíblica.
Por otro lado, la retórica griega afirmaba que un discurso debía estar conformado por tres secciones básicas. La introducción, cuyo propósito es ganarse la confianza de la audiencia (que en griego recibe el nombre técnico ethos); el cuerpo, que apelaba a la razón (en griego, logos); la conclusión, que recurre a las emociones de los oyentes (en griego, pathos). La homilética se apoyó en este modelo para desarrollar formas sermonarias tales como el sermón de la «triple apelación».
Este modelo organiza el sermón en tres secciones que apelan respectivamente a la razón, al corazón y a la voluntad de la audiencia. En parte, esto explica por qué se dice que un sermón debe tener «tres puntos».
La palabra «homilía» proviene del griego, y se utiliza para describir una plática o comunicación religiosa de tipo familiar. En este sentido, podemos decir que la homilía es un sermón corto que explica una porción bíblica versículo por versículo en menos de diez minutos. Por lo regular, una homilía tiene tres elementos básicos. El primero es la porción bíblica que debe comentar. El segundo es el culto cristiano, donde se presenta la homilía. El tercero es la comunidad, a la cual se presenta el mensaje bíblico.
Aunque la homilía se presenta regularmente ante una congregación de personas que ya han creído en el mensaje bíblico, la misma tiene propósitos tanto misioneros como pastorales. Busca que las personas débiles en la fe reafirmen su fe y que los creyentes fieles crezcan en la fe. Del mismo modo, la homilía se presenta regularmente en iglesias que celebran la Comunión (también llamada «eucaristía» o «Cena del Señor» por algunas confesiones cristianas) todos los domingos. Por eso, es frecuente que la conclusión de la homilía haga referencia a la celebración de este sacramento u ordenanza.
Ejercicio #2 ¿Eres tú?
Una homilía sobre Mateo 11
La lectura de las Escrituras para este tercer domingo de Adviento presenta un momento de debilidad y duda en la vida de un gigante de la fe: Juan.
Juan el Bautista se encontraba en la cárcel sabiendo que pronto iba a morir; sabiendo que silas fuerzas de la muerte llamarían su nombre. Y estando allí... estando allí, dudó: ¿Eres tú? ¿Eres tú, Jesús? ¿Eres tú aquel que habría de venir? o
¿debemos esperar a otro? La Biblia nos dice que Juan envió a dos de sus discípulos a formularle aquella pregunta al Galileo: ¿Eres tú? ¿Eres tú?
Es interesante notar que esta pregunta proviene de labios de Juan, el mismo Juan el Bautista que al ver a Jesús en el Jordán le dijo:
Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero el tiempo ha pasado y Juan se encuentra ahora encarcelado. Por su parte, Jesús continúa predicando un mensaje poco ortodoxo.
Las personas pertenecientes al judaísmo normativo, es decir, la casta sacerdotal, las familias prestigiosas y los líderes de los grupos fariseos dudan de él. Piensan que está endemoniado. Jesús no guarda las leyes de la pureza, no se lava las manos antes de comer, no guarda las tradiciones de los padres. Tampoco es un rabino, no tiene nombres ilustres en su genealogía, es un autodidacta. Y, sobre todo, es galileo... galileo, galileo. Y de Galilea solamente salían rabinos carismáticos milagreros.
Pero ahora la vida se acaba; ahora la muerte se acerca;
ahora estoy a merced de mis enemigos;
y dudo.
¿Eres tú, Señor? ¿Eres tú?
La pregunta de Juan el Bautista es de suma importancia. Es la misma pregunta que usted y yo hemos formulado en distintos momentos de la vida: ¿Dónde está Dios en la experiencia hu-mana? ¿Dónde está el reino que tanto predica-mos? ¿Dónde está Jesús?
En medio de un mundo que padece dolor y sufrimiento;
en medio de un mundo de hambre y de violencia;
en medio de un mundo de crueldad;
debemos preguntar:
¿Eres tú, Jesús?
¿Eres tú aquel que proclama e inaugura un reino de vida y de justicia?
Y si eres tú, ¿dónde estás?
¿Por qué no ha llegado el reino?
¿Por qué?
En cierto sentido, la pregunta del Bautista es de un nivel existencial profundo. Juan conocía muy bien las Escrituras. Probablemente sabía que en el libro de Isaías, en lo que hoy conocemos como el capítulo 61 se indicaba que el Mesías liberaría a los cautivos... Y Juan estaba cautivo. Si Jesús era el Mesías, quizás Juan no tendría que morir, quizás... quizás...
Juan podría volver al desierto, al Jordán, si Jesús es el Mesías, quizás...
No debemos juzgar al Bautista con dureza.
Ustedes y yo nos comportamos en forma si-milar. En momentos de duda y de necesidad, cuando es nuestro bienestar lo que está en juego, preguntamos con sospecha: ¿Eres tú,
Señor? ¿Eres tú?
Jesús comprendió la profundidad del dolor de la pregunta de Juan, lo comprendió muy bien. Por eso procede a contestarle, en forma clara y directa, diciendo:
Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oido: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.
Estas palabras han sido tomadas del capítulo 35 de Isaías. Jesús le responde a Juan diciendo, quizá el reino no ha venido con un estruendo; quizás el reino no ha venido en una forma espectacular. Sin embargo, está aquí.
Está aquí, y las señales son muy claras.
Jesús le responde a Juan haciendo un recuento de sus obras, indicando que el reino puede verse en su práctica de la fe. En nuestros momentos de duda, Jesús nos da la misma respuesta: El reino está entre nosotros, y sus señales son claras para quien lo quiera ver. Se ve en la práctica de la fe del pueblo de Dios, está encarnado en la vida del pueblo. Cada día, en cada una de nuestras comunidades, Cristo continúa obrando, encarnado en el pueblo, presente en la práctica de la fe de personas sencillas, aun cuando nosotros no podamos verlo.
•El reino presenta señales claras. Señales como Altagracia. Altagracia es miembro de la Iglesia Cristiana Discípulos de Cristo, en Bonao, República Dominicana. Recuerdo que hace unos años su pastor y yo fuimos a visitar-la. De su pobreza, Altagracia nos dio lo mejor que tenía. Tomó una de las gallinas que criaba en su patio, la mató e hizo una sopa. Mientras esperábamos que la comida estuviese lista, un niño entró a la casa. Tendría algo más de tres años. Altagracia era una mujer mayor para ser la madre del niño, por eso le pregunté:
«¿El niño es suyo?».
Al escuchar mi pregunta comenzó a llorar y, abrazando al niño muy fuerte, me dijo: «Es mío, el Señor me lo dio». Y a continuación me contó que uno de sus hermanos había tenido hijos con muchas mujeres.
Una de ellas, a su vez, ya había tenido hijos de muchos hombres, además de la niña del hermano de Altagracia. Un buen día, Altagracia recibió la noticia de que la mamá de su sobri-na, que padecía de una fuerte adicción al alcohol, había decidido regalar a todos sus hijos, y le pedía que fuera a buscar a su sobrina, porque de otro modo la regalaría a la primera persona que encontrara.
Altagracia viajó desde Bonao hasta Santiago. Al llegar encontró que la madre de su sobrina vivía en la miseria con ocho niños. Para darle algo de beber a la recién llegada, la mujer le ordenó a su niño más pequeño que caminara a comprar a la tienda.
Cuando Altagracia vio a aquel niño tan peque-ño, le dijo: «Yo voy con él». La tienda estaba a cincuenta minutos de camino de la casa. Altagracia pudo comprender la crueldad en medio de la cual vivían aquellos niños, y en el camino de regreso, oró a Dios diciendo: «Señor, yo me quiero llevar a este niño también». Cuando llegó a la casa, aquella mujer enferma había cambiado de actitud y le dijo en forma hostil: «Yo no quiero verla aquí. Váyase; llévese a su sobrina. Y si quiere, llévese a ése también». Altagracia no dio tiempo a que la mujer volviera a cambiar de opinión. Tomó a su sobrina y al niño desconocido y se los llevó consigo.
Para darles todo el amor que su pobreza le permitía;
para darles todo el cariño que le permitía su precaria condición económica.
Yo conocí a aquel niño sólo tres meses después de este episodio. Se veía fuerte, saludable, contento. Sentado a la falda del pastor, cantaba coritos y recitaba dos textos bíblicos que sabía de
memoria. Y llamaba a Altagracia «mamá».
¿Eres tú, Señor?
¿Eres tu?